Poner y quitar golpistas

No sé qué va a pasar en España. Eso no es lo importante. La experiencia en el negocio demuestra que son muy pocas las veces que te pagan por adivinar qué va a pasar: lo que tiene valor es encontrar la mejor forma de relatar lo que ya ha pasado.

Ayer la portavoz del Gobierno se valió de la sala de prensa de la Moncloa para proclamar, de viva voz, la condición de golpista de un expresidente de la Nación. Si esta designación airada acabará negro sobre blanco en el BOE es un futurible y éstos, insisto, no se pagan bien. Pero la apropiación de los recursos públicos para amplificar la difusión de soflamas partidistas sí es relevante. No porque nadie espere ya neutralidad de Isabel Rodríguez, amonestada por la Junta Electoral, ni de ningún miembro del Ejecutivo, sino porque llamar golpista a alguien supone atribuirle delitos serios -al menos, para los que no estamos dispuestos a conceder amnistías que los borren- y es preocupante que el Gobierno se erija en juez sin poner en conocimiento de los tribunales estas graves acusaciones.

Evidentemente, esto sólo prueba que las declaraciones de la portavoz no son más que consignas socialistas ilegalmente perpetradas y difundidas por cuentas oficiales, pero las consecuencias son serias. ¿Puede un Gobierno que detecta arbitrariamente a golpistas actuar ante un golpe de Estado de verdad? Es una pregunta pertinente que debería saldarse con la dimisión de Rodríguez. De lo contrario, España habría admitido que el Gobierno puede calificar como delincuentes a los ciudadanos manifiesten opiniones contrarias a su gestión. Eso es lo que ya ha ocurrido y hay pruebas para incrédulos en sentido contrario: si Sánchez puede elegir con 176 diputados que el prófugo Puigdemont no es culpable de sus delitos, ¿por qué no va a poder imputárselos a ciudadanos inocentes a capricho? De eso va esta mal llamada amnistía: de sustituir la legitimidad del poder judicial por la voluntad del PSOE y, de paso, asestar una dosis de amnesia a la sociedad española.

A favor de la reanimación civil de los españoles se manifestó José María Aznar en una intervención perfectamente digna de un expresidente de una democracia constitucional a la que hoy amenazan con someterla a un cambio de régimen. Apelando, además al marco de “la contienda democrática y de la afirmación del Estado de Derecho”, algo que obvian quienes le reprochan su llamada a la contestación cívica. Una lista de interesados a la que se ha afanado a sumarse Oriol Junqueras en un ejercicio revelador: ya no es el Gobierno quien copia los mantras al secesionismo, sino al revés. Que sea Junqueras, condenado por sedición, quien tenga que enardecer su retórica ultramontana para que el Gobierno de España no le adelante en fanatismo da la medida de la desgracia que supone para la democracia española que Sánchez vuelva a ser presidente.

Quién sabe lo que va a pasar. Lo que ya ha pasado es que Junqueras ya habla como Sánchez y si comparten argumentario bien podrían compartir también Consejo de Ministros. No están alejados de la aspiración de hacer de su objetivo último, que es hacer de los españoles un pueblo irreconciliable, pues es el empecinamiento probado en convivir entre distintos, bajo una Constitución que nos iguala en derechos, lo que puede frustrar su plan. Claro que depende de nosotros.


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